Francisco y su primera cruzada

 

 

Por Humberto García de la Mora

 

El pasado 28 de julio, el semanario católico Desde la fe, en su sección editorial, dio a conocer algunos pormenores de la visita del papa Francisco a Brasil. Entre otros aspectos, destacan las citas del Pontífice y las interpretaciones que de ellas hacen los editores en relación con el trasfondo del periplo papal en América Latina, más allá de lo escénico: ”El Papa ha cuestionado (…) a muchos gobiernos de las naciones latinoamericanas, incluyendo al nuestro, que en un laicismo mal entendido, han dejado en una verdadera pobreza espiritual los contenidos de los programas escolares y la orientación de las políticas públicas destinadas hacia los jóvenes…”.

 

De la cita anterior, se desprende que El Vaticano, a través de su máximo líder (al que consideran infalible), ha emprendido una cruzada, desde el país más católico del mundo, contra el Estado laico, la educación laica, los regímenes democráticos y las Iglesias no católicas (o minorías religiosas), entre otros objetivos. Para robustecer mi opinión, estimados lectores, cito un párrafo del "Documento de Aparecida", firmado en mayo de 2007 por el papa Benedicto XVI y el Episcopado latinoamericano, entre quienes figuraba el entonces cardenal Jorge Bergoglio: “(En América Latina) se percibe un cierto debilitamiento de la vida cristiana en el conjunto de la sociedad y de la propia pertenencia a la Iglesia católica debido al secularismo, al hedonismo, al indiferentismo y al proselitismo de numerosas sectas, de religiones animistas y de nuevas expresiones seudorreligiosas” (Aparecida. Documento conclusivo, Ed. CEM, México, 2007, página 12).

 

Ante los cuestionamientos precedentes, cabe recordar que la jerarquía católica ha condenado el laicismo o  laicidad del Estado al afirmar que éste es antirreligioso y ateo, y, en consecuencia, “una horrible plaga”. En relación con lo anterior, el papa Pío XI, en su encíclica Perhumanum Litterarum, fechada el 28 de agosto de 1934, refería: “El laicismo, la horrible plaga de nuestro siglo, esparce por toda la redondez de la tierra tanta oscuridad de errores, tanta copia de males, dispuesto quizás a engendrar otros peores…” (Colección de Encíclicas y Cartas Pontificias, Acción Católica Española, Ed. Poblet, Buenos Aires, 1944, página 926). Mención aparte es el Syllabus, del mismo autor, en donde el Sumo Pontífice condena todo aire de libertad: la separación del Estado y la Iglesia católica, la libertad de conciencia, la democracia, el derecho de las minorías religiosas, la libertad de cultos, entre otros.

 

En contraparte, cabe destacar que un Estado laico es un régimen político que defiende el trato igualitario y el derecho a la no discriminación por motivos religiosos y, por ende, no permite la imposición de ninguna creencia moral o religiosa. El Estado laico, al no ser antirreligioso, respeta a todas las religiones bajo el principio de que estas poseen idénticos derechos y obligaciones (igualdad jurídica). Al no estar a favor ni en contra de religión alguna, no existe bajo este régimen una religión oficial, impidiendo con ello que los recursos públicos sean utilizados para favorecer cualquier tipo de proselitismo. El Estado laico respeta y defiende, de manera particular, el derecho de las minorías y la convivencia social armónica dentro del marco de la diversidad y pluralismo característicos de las sociedades contemporáneas. En México, el establecimiento del Estado laico, llevado a cabo durante la Reforma del siglo XIX, fue combatido por la jerarquía católica de la época, ante la pérdida del monopolio de la fe y los privilegios clericales.

 

Cuando el papa Francisco anuncia que emprenderá una “Nueva Evangelización” en América Latina, ante la caída porcentual del catolicismo (se estima que hasta setenta millones de católicos abandonaron esta fe durante el pontificado de Juan Pablo II), está encabezando su primera cruzada, mediante la cual pretende contrarrestar el crecimiento y las libertades de las minorías religiosas en nuestro Continente, el último reducto del catolicismo en el mundo.

 

Más allá de las poses mediáticas y cosméticas del Papa jesuita, que han sido explotadas con avidez por la curia romana, queda claro que la ortodoxia católica –la tradición, los dogmas, las encíclicas papales y el Catecismo– no serán tocados por el pontífice. Ante tales ataduras –doctrinales, ideológicas, políticas y expansionistas– el papado transitorio de Francisco será una continuidad de los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XV. La cruzada papal contra el Estado laico, la educación laica y los derechos de las minorías en nuestro país, no debe ser permitida. México es una República laica y todo acto donde la soberanía nacional sea vulnerada por un Estado extranjero –disfrazado de religioso– debe ser sancionado.

 

Detrás de la visita del papa Francisco a Brasil, en suma, se encuentra una cruzada contra las libertades de las minorías, de manera particular en América Latina. Las poses papales no dejan de ser, en mi opinión, cortinas de humo que cumplen con su papel de distractores de la realidad.

 

El Occidental, 30 de julio de 2013, p. 6A.

 

 

 

El Occidental, 30 de julio de 2013, p. 6A.
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Entre la canonización y la polémica

 

 

Por Humberto García de la Mora

 

El pasado 5 de julio, el papa Francisco avaló un decreto en donde canoniza a sus predecesores Juan Pablo II y Juan XXIII, respectivamente. Todo indica, según las fuentes vaticanas, que los nombres de ambos pontífices serán incluidos en el catálogo de los santos y, en consecuencia, elevados a los altares a finales de este año.

 

Si bien la noticia de la canonización del papa Juan Pablo II ha despertado júbilo entre la jerarquía católica y un sector de su feligresía, en contraparte, las críticas, tanto por la celeridad con la que se realizan los trámites para convertirlo en santo (falleció en 2005), como por los claroscuros de su pontificado, no se han hecho esperar.

 

Los claroscuros del pontificado de Juan Pablo II, de acuerdo con diversos autores, están documentados: el éxodo masivo de católicos a otras confesiones religiosas (se estima que hasta setenta millones de católicos abandonaron esta fe durante el pontificado de Wojtyla); la pérdida de terreno del catolicismo en el mundo (sobre todo en sus antiguos feudos del Viejo Continente); el paulatino alejamiento de los jóvenes respecto de los dogmas y prácticas litúrgicas; las vocaciones religiosas y las órdenes monásticas fueron a la baja; aumentó el déficit de sacerdotes (los religiosos en activo tienen 57.3 años en promedio); las encíclicas del Papa o muchos de sus llamados fueron ignorados prácticamente por los fieles, quienes siguieron pautas de conducta y moral ajenas a sus obispos; el número de sacerdotes casados a nivel mundial creció a 150 mil; el 90 % de las mujeres que abortan y toman la píldora anticonceptiva son católicas, entre otros etcéteras.

 

Cuando el papa Wojtyla se refería a los derechos humanos y al ecumenismo, la otra cara de la moneda contradecía su doble discurso: el papel inquisidor asumido por Juan Pablo II, quien censuró y combatió a sus críticos a través de la nueva Inquisición (encabezada por el entonces cardenal Joseph Ratzinger), y la intolerancia religiosa perpetrada en contra de las confesiones no católicas, a quienes invariablemente etiquetó como “sectas”, a través de sus encíclicas (Dominus Iesus, entre otras), de las dos reuniones del CELAM (1979 y 1992), o en sus en viajes papales, fueron de suyo reveladoras.

 

Acusado de ser protector de curas pederastas, entre otros del sacerdote michoacano Marcial Maciel, fundador de la Congregación Legionarios de Cristo, Juan Pablo II es objeto de las críticas más acerbas ante su inminente inscripción en el santoral católico. Previo a su beatificación –celebrada el 1 de mayo de 2011 por su sucesor, el papa Benedicto XVI–, diversos analistas coincidieron en que beatificar al papa Wojtyla era descalificar y minimizar a las víctimas de sacerdotes pederastas durante su pontificado. Este acto litúrgico representaba –referían– una clara señal de que la Iglesia católica no había entendido (o había querido ignorar) la gravedad de los abusos sexuales de sacerdotes en contra de menores de edad en todo el mundo.

 

En este tenor, el periodista Jorge Ramos escribió que no es asunto menor el hecho de que “la Iglesia católica quiera convertir en beato (y luego en santo) a un hombre de carne y hueso que fue líder del Vaticano durante uno de los peores escándalos sexuales y de violación a los derechos humanos de cualquier pontificado. No estamos hablando de una o dos víctimas. Estamos hablando de miles de víctimas en todo el mundo. Esto significa que dentro del Vaticano hubo una sistemática política que ignoró, encubrió y protegió a sacerdotes criminales y que rechazó, estigmatizó y culpó a sus víctimas sexuales, en su mayoría niños y menores de edad. El argumento de que Karol Wojtyla no se enteró de nada es indefendible” (Jorge Ramos, “El Beato y los abusadores sexuales”, 25 de abril de 2011).

 

El escritor David Yallop –por su parte– secunda el precedente análisis: “El hecho de que la Iglesia (católica), a causa de su inacción, es directamente responsable del perdurable abuso clerical, y de que el efecto que está teniendo en la sociedad de muchos países es directamente responsable de la profunda pérdida resultante de fe, nunca se le ocurrió al papa Juan Pablo II. El fallecido Papa y sus cardenales habían sabido al menos desde principios de la década de 1980 que tal abuso sexual estaba muy extendido; en realidad, la jerarquía católica lo había sabido siempre. Pero en vez de emprender una firme, pronta y decidida acción, optaron por perpetuar el sistema del secreto, y esa conducta despojó al papa y a muchos de sus príncipes de toda tasa de autoridad moral (…). A causa de la incapacidad para tomar las decisiones necesarias, el desenfrenado abuso sexual clerical siguió sin control y resultó directamente en deserciones masivas de la fe en muchos países” (David Yallop, “El poder y la gloria. Juan Pablo II: ¿Santo o político?”, Planeta, 2007, página 655).

 

“Si el Papa no sabía de estos abusos, como sugieren muchos de sus defensores, fue entonces un líder negligente y apático que no cumplió con sus responsabilidades de vigilar y cuidar a los más débiles. Y si lo sabía fue, entonces, un cómplice de sus crímenes", concluyó Jorge Ramos en el citado artículo. La canonización del beato Juan Pablo II representa, en mi opinión, un revés a las víctimas de abuso sexual del clero (a quien Wojtyla defendió sin restricciones), una apología a la impunidad y una decisión inconcebible en las nuevas democracias.

 

El Occidental, 16 de julio de 2013, p. 6A.

 

 

 

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El Papa y las minorías religiosas

 

 

Por Humberto García de la Mora


Han transcurrido once días de la elección del jesuita Jorge Bergoglio al trono papal. El marco histórico en que se circunscribe este suceso es inédito: la renuncia de un Papa al papado y, paradójicamente, la coexistencia de dos papas en la Iglesia católica –uno elegido y otro emérito, lo que constituye una Iglesia bicéfala–. Las críticas y elogios al nuevo Pontífice no se han hecho esperar… pero tampoco admiten términos medios.

 

Por un lado, las acusaciones que pesan sobre el ahora papa Francisco –en relación con su colaboración con la dictadura militar (1976-1983), cuando este fungía como provincial de la Compañía de Jesús– han quedado registradas en sendos testimonios, entre los que destacan las obras de Horacio Verbitsky (El Silencio, Ed. Sudamericana, 2005), y de Emilio F. Mignone (Iglesia y dictadura, EPN, 1986), así como los dichos de familiares de desaparecidos y las madres de la Plaza de Mayo, quienes, respectivamente, han denunciado el silencio del ahora Papa ante los crímenes de lesa humanidad perpetrados por la dictadura militar en contra de la población civil (que nunca fueron denunciados por el episcopado argentino, quien bendijo sin reparo a Jorge Videla y jefes militares). Las relaciones de la jerarquía católica con la dictadura militar, cabe subrayarlo, constituyen una de las páginas oscuras de la Historia de Argentina.

 

En contraste con lo anterior, para un sector del catolicismo, el hecho de que Francisco sea el primer Papa latinoamericano –y el primer jesuita–, es un indicador “inercial” de que el nuevo Pontífice impulsará reformas radicales al interior de la Iglesia católica y tomará distancia de sus inmediatos predecesores, cuyos pontificados quedarán marcados por los escándalos de pederastia clerical y encubrimiento, el lavado de dinero de las mafias italianas en la banca vaticana (IOR), las indemnizaciones millonarias erogadas por algunas diócesis estadunidenses en favor de víctimas de abuso sexual, y el éxodo de de fieles católicos a otros credos–o a ninguno– a nivel mundial. El dato anterior ha sido reconocido por la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y el Caribe (CELAM), en el documento de Aparecida, Brasil, firmado por el entonces cardenal Bergoglio: “El crecimiento porcentual de la Iglesia no ha ido a la par con el crecimiento poblacional. En promedio, el aumento del clero, y sobre todo de las religiosas, se aleja cada vez más del crecimiento poblacional de nuestra región…” (Documento de Aparecida, numeral 100, CELAM, 2007).

 

Ante tales contrastes, coincido con la opinión de diversos analistas, quienes ponen en entredicho el “cambio renovador” del nuevo Pontífice. Dichos cambios, creo, no pasarán de lo meramente cosmético (las poses de austeridad personal de Francisco y sus derivaciones mediáticas, explotadas con avidez por la curia romana). En primer lugar, la ortodoxia católica –la tradición, los dogmas, las encíclicas papales y el Catecismo– no será tocada por el nuevo Papa, en razón de los candados impuestos por los cánones eclesiásticos que rigen a la jerarquía católica. Por otra parte, cabe destacar que los documentos de los sínodos católicos permanecen vigentes, en virtud de que fueron redactados para ser puestos en práctica por las conferencias episcopales. En estos quedan plasmadas las estrategias vaticanas: las cruzadas contra el avance de las confesiones no católicas, el secularismo, las democracias, el laicismo, entre otros. Ante tales ataduras –doctrinales, ideológicas, políticas y expansionistas– el papado transitorio de Francisco será una continuidad de los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. El “progresismo” del actual pontífice –por su condición jesuita– es un mito.  La estrategia vaticana de imponer una visión medieval del mundo, particularmente en América Latina, es una amenaza real contra las libertades de las minorías, más allá de dotes histriónicas y poses populistas.

 

Cuando el papa Francisco anunció que implementará una “Nueva Evangelización” en América Latina –ante la caída porcentual del catolicismo–, pienso en México (una nación plural, diversa, democrática y laica), y en sus minorías religiosas. Francisco, junto con sus príncipes eclesiásticos, alista una cruzada en nuestro país: el desmantelamiento del Estado laico mexicano, su objetivo. En breve, nuestros legisladores darán celeridad a la aprobación de la polémica reforma del artículo 24 constitucional, para “formalizar” la educación religiosa en las escuelas públicas (entre otros privilegios al catolicismo), quebrantando con ello el artículo 40 constitucional, que define a México como una República laica, y poniendo en riesgo la libertad e integridad de los niños pertenecientes a otros credos, quienes, ante tal intentona, sufrirían en las aulas discriminación y bullyng religioso por motivos de sus creencias. Los derechos humanos de las minorías no se encuentran en el discurso de Francisco. Esto hay que subrayarlo. Sobra decir que en su momento, como provincial jesuita y arzobispo de Buenos Aires, le faltó alzar la voz para denunciar las atrocidades de la dictadura militar en su país. No podía ir contra la lógica eclesial: estaba en primer término la salvaguarda de los intereses eclesiásticos a los derechos humanos de los opositores. Eso sí, una dictadura bendecida y solapada a cambio de fueros y privilegios. 

 

El Occidental, 26 de marzo de 2003, p. 7A.

 

 

 

El Occidental, 26 de marzo de 2013, p. 6A
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Jesuita y latinoamericano

 

 

Por Humberto García de la Mora

 

Con este encabezado los medios de comunicación reunidos en la Plaza de san Pedro, en El Vaticano, dieron a conocer al mundo la elección del sucesor de Benedicto XVI. El cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio –quien hasta la semana pasada fungía como arzobispo de Buenos Aires y Primado de Argentina– fue el elegido por el Colegio Cardenalicio: el primer Papa no europeo en mil años y el primer jesuita en ocupar el cargo de Sumo Pontífice de la Iglesia católica.

 

Hay quienes auguran que el papa Francisco –quien fue ordenado sacerdote en la Compañía de Jesús– encabezará notables reformas al interior de la Iglesia católica. La humildad y la “cercanía con los pobres” (a él adjudicadas), son, en mi opinión, poses demagógicas que forman parte de la estrategia vaticana para fortalecer la imagen del papa Bergoglio, con el único objetivo de desviar la atención ante la grave crisis que vive la Iglesia católica a nivel mundial. Ni las trivialidades ni las ocurrencias cambiarán de fondo el curso de una institución eclesiástica que no solo se encuentra colapsada por los escándalos de corrupción, sino que permanece atada a un cuerpo doctrinal inamovible, cuya fuente es el Catecismo de la Iglesia Católica (basado en la tradición, los dogmas, los concilios y las encíclicas papales), y regida por el Código de Derecho Canónico. La pretendida imagen de un Papa “progresista” –por su condición jesuita– forma parte de la estrategia de quienes estarán detrás de él en este papado de transición. La censura a las minorías religiosas, la condena al aborto, a la píldora anticonceptiva, a las bodas entre personas del mismo sexo, entre otros temas, acompañarán de la mano al nuevo Pontífice. La postura conservadora de Bergoglio, como Primado de Argentina, da cuenta de lo anterior.

 

De acuerdo con algunos especialistas en temas religiosos, el de Francisco será, en efecto, un papado de transición: Jorge Bergoglio sólo tiene dos años menos que los que tenía Joseph Ratzinger cuando fue proclamado Papa. El contexto del pasado cónclave se verificó ante el descrédito internacional de la curia romana –salpicada por los escándalos financieros de la banca vaticana (IOR), el encubrimiento de la pederastia clerical (incluido el caso Marcial Maciel), y las indemnizaciones millonarias que algunas diócesis católicas estadunidenses han erogado en favor de víctimas de abuso sexual–. Ante tal escenario, el Colegio Cardenalicio declinó elegir a un purpurado italiano o miembro de la burocracia vaticana. La imagen de la corrupción imperante que se vive al interior de la llamada Santa Sede, recién documentada por el periodista italiano Gianluigi Nuzzi en su libro Las cartas secretas de Benedicto XVI (MR ediciones, México, 2012), explica el cálculo maquiavélico del dicho Colegio Cardenalicio.

 

Por otro lado, el periodista y escritor argentino Horacio Verbitskyen relaciona a Jorge Bergoglio como cómplice de la dictadura militar que gobernó Argentina entre 1976 y 1982 (responsable del genocidio perpetrado contra el pueblo argentino), cuando el ahora Sumo Pontífice era Provincial de la Compañía de Jesús en la nación sudamericana. En su libro El Silencio (Editiorial Sudamericana, Buenos Aires, 2005), el autor documenta la complicidad de la Iglesia católica argentina con los arrestos de disidentes al régimen; las desapariciones durante la última dictadura militar; el pacto celebrado entre sacerdotes y militares; el silencio de la Iglesia católica respecto a sus acciones durante los gobiernos militares; el doble juego del entonces cardenal primado Jorge Bergoglio y la entrega de sus sacerdotes al régimen militar. El papel que jugó Bergoglio durante la dictadura argentina, época en la que fue el Provincial de los jesuitas en Argentina, es uno de los lados oscuros del nuevo Pontífice.

 

Emilio F. Mignone, un “testigo activo y sufriente” que vivió en carne propia la represión de la dictadura militar argentina (el secuestro y desaparición de su hija Mónica), relata en un libro testimonial cómo el Episcopado Argentino –quien mantuvo una estrecha relación con el dictador Jorge Videla y repartió bendiciones a granel a la jerarquía castrense–, delataba a clérigos opositores al régimen: “… algunas ocasiones la luz verde fue dada por los mismos obispos. El 23 de mayo de 1976 la infantería de la Marina detuvo en el barrio del Bajo Flores al presbítero Orlando lorio (sic) y lo mantuvo durante cinco meses en calidad de desaparecido. Una semana antes de la detención, el arzobispo Aramburu le había retirado las licencias ministeriales sin motivo ni explicación. Por las distintas expresiones escuchadas por Iorio en su cautividad, resulta claro que la Armada interpretó tal decisión y posiblemente como algunas manifestaciones criticadas desde su Provincial jesuita Jorge Bergoglio, como una autorización para proceder contra él. Sin duda los militares habían advertido a ambos acerca de su supuesta peligrosidad...” (Emilio F. Mignone, Iglesia y Dictadura. El papel de la Iglesia a la luz de sus relaciones con el régimen militar, EPS, Buenos Aires, 1986, p. 174).

 

Por último, al elegir el Colegio Cardenalicio a Jorge Bergoglio como el nuevo Pontífice, es claro que la Curia Romana rediseña una estrategia para América Latina: contrarrestar el avance de las confesiones religiosas no católicas (15 mil católicos abandonan diariamente esta Iglesia en Latinoamérica); una cruzada en contra de las democracias, particularmente las de signo ideológico de izquierda; y el embate sistemático, en México y otros países, en contra del Estado laico, recogiendo las pretensiones confesionales de impartir educación religiosa en escuelas públicas, la posesión de medios electrónicos y la instalación de capellanías militares. En suma, el papado de Francisco será una continuidad del proyecto vaticano (y no podía ser de otra manera): imponer su fe y visión del mundo a creyentes y no creyentes, lo cual ha hecho un daño tremendo a las democracias y al régimen de libertades de los ciudadanos libres. En otras palabras, la forma, en este caso, no es fondo…

 

El Occidental, 20 de marzo de 2013, p. 7A.

 

El Occidental, 20 de marzo de 2013, p. 7A.
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Cónclave


 

Por Humberto García de la Mora

 

Este martes inicia el cónclave que elegirá al sucesor de Benedicto XVI. El Colegio Cardenalicio –conformado en esta ocasión por 115 cardenales– emitirá su voto y proclamará con pompa y boato la elección del nuevo Sumo Pontífice; el escrutinio tendrá lugar en la Capilla Sixtina (a puertas cerradas), encapsulada entre el sigilo, el misterio y la intriga púrpura. Ante tal suceso, comparto con ustedes, estimados lectores, una breve reseña histórica de la elección papal –contrastante con la elección apostólica– a lo largo de los siglos.

 

En primer lugar, se debe destacar que el orden jerárquico que Jesucristo estableció en su Iglesia fue el apostolado, no el papado o “episcopado monárquico” (Cf. Efesios 2:20); uno es el ministerio apostólico y otro –distinto en orígenes, propósitos y moral– el “ministerio de obispo de Roma”. El papado, como se conoce hoy, tardó siglos en desarrollarse: no puede documentarse históricamente la existencia de un “ministerio papal”, propiamente dicho, ni de un “Obispo universal” ni de un “Sacerdocio ministerial” en los primeros dos siglos. El título de Papa (que en su etimología griega significa padre), no era un ministerio en sí –como sí lo fue el apostolado cristiano– sino sólo eso: un título sin prominencia jerárquica. De hecho, aún en el tercer siglo el obispado de Roma no era más importante que las ciudades orientales como Constantinopla, Alejandría o Antioquía. En contraste con lo anterior, fue a partir del segundo milenio cuando el título de Papa fue un privilegio exclusivo: el papa Gregorio VII, en su Dictatus Papae (1073 d.C.), comenzó a prohibir a los católicos llamar Papa a nadie que no fuese el Obispo de Roma. Sobra decir que ninguno de los dogmas o títulos papales que ahora conocemos fueron definidos en el primer milenio.

 

La elección de los papas –u obispos de Roma– ha sido disímbola, en forma y fondo, a lo largo de los siglos. Ni en la Biblia ni en la tradición católica se encuentra nada respecto a quiénes y cómo se ha de realizar esta elección. En el siglo tercero era el clero y el pueblo quienes elegían al obispo de Roma; posteriormente, los emperadores tomaron parte en dicha elección: “La primera intervención imperial directa conocida es la efectuada en la elección de Bonifacio I (418-422). A partir de ese momento, se establece la costumbre de que el elegido obispo de Roma no tome posesión hasta ser confirmado por el emperador” (Luis Antequera, El cristianismo desvelado, EDAF, 2007, p. 356).

 

Y si escandalosa resultó para la Iglesia católica la intromisión del poder imperial, no menos resultará la de las familias romanas que se adueñarán a la postre de la institución papal: los Spoleto, los Músculo, los Borja… Ocuparon el solio pontificio hombres homicidas, incestuosos, adúlteros, degenerados, sodomitas, tiranos, ambiciosos, déspotas, inquisidores, torturadores, hechiceros, libertinos, belicistas, dispuestos a vender y a comprar cargos eclesiásticos. En algunos casos, el papado fue puesto a la venta al mejor postor (Véase Mauricio de la Chatré, Historia de los Papas y los Reyes, 5 tomos, 1932).

 

En relación con el cónclave (cum clavis: con llave o bajo llave), éste proviene de la Edad Media (año 1271 d. C.), cuando fue necesario encerrar a los cardenales e incluso ponerlos a pan y agua para que no se demoraran en elegir al nuevo Papa, como había acontecido en elecciones anteriores: “…a la muerte de Gregorio VII, la sede vacante duró cerca de dos años y de Víctor III duró cerca de seis meses […]. Sin embargo, a la muerte de Urbano IV, y sobre todo a la de Clemente IV, dos años y diez meses, volvieron a reaparecer las largas vacantes, y para obligar a los cardenales a que hicieran pronto la elección, se inventó el procedimiento de cónclaves […], éste tardó algo en instituirse, ocurriendo vacantes como las que le siguieron a la muerte de Nicolás IV, dos años tres meses y Clemente V, dos años, tres meses y diecisiete días…” (Esteban Ortega, Lo que quiere saber sobre el Papa, Diana, 1990, p. 213).

 

En efecto, a la muerte de un Papa, o meses antes cuando ya se preveía su final, comenzaban las intrigas por colocar en la “silla pontificia” a alguien que secundase las causas de casa uno. La elección del Sumo Pontífice se convertiría de ordinario en un campo de batalla donde salían a relucir las ambiciones de los que contendían por el puesto, y las de los reyes y príncipes. Y lo mismo sucedía en las elecciones de cientos de obispos, abades y capellanes para posiciones que tenían muy dotaciones económicas. Estos derechos que se arrogaban los soberanos para imponer a su candidato, recibieron el nombre de investiduras; y durante varios siglos fueron una constante de escándalos por quienes conseguían los altos puestos. El vaticanista Giancarlo Zizola, refiere que “los cónclaves han conocido una historia tormentosa. Algunos duraron unas horas solamente, otros algunos años. Algunos fueron irrigados por la fuerza del Espíritu, otros por el poder del dinero”. (Cf. Roberto Blancarte, El sucesor de Juan Pablo II. Escenarios y candidatos del próximo cónclave, Grijalbo, 2002, p. 36).

 

El doctor Roberto Blancarte refiere que el cónclave “es un acontecimiento donde se supone que el Espíritu Santo despliega su potencia. Sin embargo, por lo visto su acción no es uniforme y deja bastante espacio para el proceder humano" (op. cit., p. 35). En alguna ocasión –recuerda el autor– el entonces cardenal Joseph Ratzinger señaló que “sería un error creer que el Espíritu Santo escoge al Papa, porque hay muchos ejemplos de papas que el Espíritu Santo no habría escogido” (Ídem). El próximo Papa, en esta lógica, será elegido por los hombres, falibles al fin. Las disputas, intrigas, filtraciones, traiciones, encubrimientos, complicidades, posturas teológicas divergentes, bandos eclesiales, intereses, etcétera, confirman la tesis precedente. Ni más ni menos…

 

El Occidental, 12 de marzo de 2013, p. 7A.

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El Occidental, 12 de marzo de 2013, p. 6A.
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El papado en la Historia

 

Por Humberto García de la Mora

 

Esta semana dará inicio el cónclave que elegirá al sucesor de Benedicto XVI. La elección papal tendrá lugar a raíz de la abdicación de Joseph Ratzinger al “ministerio de Obispo de Roma” y “sucesor de Pedro” –según asienta en su carta de renuncia–, y en medio de la crisis más profunda que se vive en la Iglesia católica desde la época de la Reforma protestante del siglo XVI: las revelaciones de la correspondencia personal del ahora Papa emérito –en el affaire conocido como Vatileaks–, los escándalos de pederastia clerical y encubrimiento eclesiástico, el desplome porcentual del catolicismo en el mundo –y el consiguiente éxodo de fieles a otras confesiones–, y diócesis declaradas en quiebra a causa de las indemnizaciones millonarias en favor de las víctimas de abusos perpetrados por clérigos. Esta realidad acompañará a los 115 cardenales que, reunidos en la Capilla Sixtina a puertas cerradas, elegirán al Sumo Pontífice de la Iglesia católica. En esta colaboración, estimados lectores, comparto con ustedes algunos aspectos de la historia del pontificado, desde sus orígenes, ad hoc con el desarrollo del presente cónclave.


En contra de lo que afirma la tradición, el Apóstol Pedro no fue Obispo de Roma ni el primer Papa. El historiador Raymond E. Brown, en ese tenor, refiere que “el Apóstol Pedro nunca ofició como Obispo ni Diácono de Iglesia alguna, incluidas Antioquía y Roma”; y agrega: “Los que lo califican como Obispo no lo están honrando, sino al contrario, rebajándolo de su papel histórico único de Apóstol. Es anacrónica la tesis de que Pedro fue Obispo de Roma, dado a que el Apostolado está muy por encima de la función de un obispo local: Pedro fue Apóstol, y esa fue su gran honra (…). Apenas en el siglo III, Pedro será llamado Obispo de Roma” (Raymond E. Brown, Antioch and Rome. New Testament cradles of catholic christianity, p. 164). La Enciclopedia Judaica Castellana robustece lo anterior: “No existen pruebas históricas de que Pedro haya estado alguna vez en Roma” (tomo VIII, 1948, p. 375). En suma, el Apóstol Pedro no gobernó la Iglesia desde Roma ni dejó sucesores que lo representaran. Sobra decir que nunca ostentó el título de Papa ni fue reconocido como tal por sus contemporáneos.

 

El orden jerárquico que Jesucristo estableció en su Iglesia fue el Apostolado: «En el siglo I, existía una jerarquía bien definida, no pudiendo ser colocados en el mismo plano el Apóstol Pedro y sus coadjutores [obispos]. Al caer el primer siglo, no existía episcopado monárquico, y mucho menos primado romano […] En el primer siglo, la dirección la llevaban los Apóstoles. No puede haber duda ninguna que ellos constituían la autoridad reconocida por todos” (Bernardino Llorca, et al., Historia de la Iglesia católica, tomo I, BAC, p. 268). No puede documentarse en los primeros dos siglos la existencia de un “ministerio papal”, propiamente dicho, ni de un “obispo universal” ni de un “sacerdocio ministerial”.


El ministerio papal, históricamente hablando, no existió durante los primeros siglos, como tampoco la figura del “obispo universal” ni la del “primado romano”. Ninguno de los dogmas creados en torno al papado se definieron en los primeros siglos. Aún en el tercer siglo, el Obispo de Roma no era más importante que las ciudades orientales como Alejandría o Antioquía. “A partir del siglo VII el papa Gregorio I (590-604), tomó el sobrenombre de Servus Servorum Dei” (J. Marx, Compendio de historia de la Iglesia, p. 38). Fue hasta el año 1073 cuando el papa Gregorio VII, en su Dictatus Papae, comenzó a prohibir a los católicos llamar Papa a nadie que no fuese el Obispo de Roma.


Con el colapso del Imperio romano, los “sucesores de Pedro” no serían más los sirvientes sino los amos del mundo. Se vestirían de púrpura como Nerón y se llamarán a sí mismos Pontifex Maximus y ordenarían en el nombre de Jesús que todos los que no estuvieran de acuerdo con ellos fueran torturados. Conscientes de su poder, los papas comenzaron a actuar como reyes y llegaron a nombrar y a deponer a los emperadores, alegando que imponían el “cristianismo” a sus súbditos. El historiador Karlheinz Deschner refiere que “tan pronto como la Iglesia [católica romana] se encontró en una posición de fuerza, dejó de rechazar la violencia para pasar a ejercerla por ‘todos los medios’” (Karlheinz Deschner, Historia criminal del cristianismo, tomo I, Barcelona, Martínez Roca, 1990, p. 248). Episodios como la “querella de las investiduras”, la “iconoclastia”, la “persecución a disidentes”, “las indulgencias”, “la Reforma Protestante”, “la Inquisición”, entre otros episodios cruentos, forman parte de la historia del papado. Faltaría espacio para hablar del triple papado, de la venta al mejor postor de los obispados, de las sedes vacantes, etcétera.


Uno de los aspectos que se rescatan del cónclave que está por iniciar, es el de mantener viva la memoria histórica. La historia es una lucha contra el olvido. Esperar un cambio de timón en la Iglesia católica con la asunción del nuevo Pontífice, en el contexto antes mencionado y con una historia milenaria marcada por la intolerancia hacia lo diferente y la ambición por el poder terrenal, en mi opinión, es una quimera. La sabiduría popular, no sin razón, refiere que “el zorro cambia de pelaje pero no de mañas”.

 

El Occidental, 5 de marzo de 2013, p. 6A.

 

 


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Renuncia papal: las otras causas

 

 

Por Humberto García de la Mora


A dos semanas de conocer la inédita renuncia de Benedicto XVI al Pontificado –que será efectiva y con carácter de irrevocable a partir del 28 de febrero a las 20:00 hrs–, especialistas en el tema y no pocos medios de comunicación han cuestionado la razón argüida por el Papa en su carta de abdicación la edad avanzada y la falta de fuerzas–, como la única causa.


En este sentido, hay quienes sostienen que la abdicación papal obedeció a la incapacidad de Joseph Ratzinger para afrontar la actual crisis de la Iglesia católica, colapsada y rebasada por los escándalos de pederastia clerical, la bancarrota de algunas diócesis (a causa de las indemnizaciones millonarias en favor de las víctimas de abuso sexual), la corrupción y las luchas internas de poder al interior de la curia vaticana, la falta de credibilidad institucional, entre otros hechos. Ante tales afirmaciones, conviene ponderar el contexto histórico en que se enmarca dicha renuncia.


La renuncia de Benedicto XVI se presenta en un momento en que la Iglesia católica ha perdido terreno en el mundo, y sobre todo en sus antiguos feudos del Viejo Continente; en que los jóvenes se alejan cada vez más de esta Iglesia, y los creyentes en general dejan de ser practicantes; en que a nivel mundial, las vocaciones religiosas y las órdenes monásticas van a la baja; en que los sacerdotes en activo son de edad avanzada (62.3 años en promedio) y su pronto retiro agravará aún más el mencionado déficit; en que las encíclicas del Papa o muchos de sus llamados son prácticamente ignorados por los fieles, quienes siguen otras pautas de conducta y de moral (ajenas a los dictados de sus obispos); en que El Vaticano no sabe qué hacer con los 150 mil sacerdotes casados en activo a nivel mundial; en que el 90% de las mujeres que abortan y toman la píldora anticonceptiva son católicas; en que la escasez de curas, el colapso del sacerdocio en muchos países y los escándalos sexuales suscitados al interior del clero, han causado desencanto en grandes sectores de la sociedad. En suma: el deterioro institucional y de credibilidad de la Iglesia católica es inocultable.


Por otro lado, la revelación de documentos y cartas secretas, conocidas como el escándalo Vatileaks, ocurridas el 16 de marzo de 2012, fue un suceso que convulsionó al Vaticano y que derivó en la aparición del libro “Las Cartas Secretas de Benedicto XVI”, del periodista Gianluigi Nuzzi (Martínez Roca, 2012), en donde se publican más de cien cartas privadas y comunicados confidenciales dirigidos al papa Benedicto XVI. Este libro destapó el escándalo actual del Vaticano: el escándalo de los Legionarios de Cristo (silenciado durante años), el lavado de dinero del IOR (banca vaticana), las intrigas y luchas soterradas de poder, entre otros.


La mayor crisis de la Iglesia católica, sin embargo, fue la de la pederastia clerical y la protección a los criminales que durante décadas ofreció la estructura clerical, bajo el ocultamiento y la simulación. Y es que la jerarquía católica respondió ante el abuso sexual sistemático con evasión, silencio, complicidad y negligencia criminal. Para Ratzinger, desde que fue prefecto de la “Congregación Para la Doctrina de la Fe”, el verdadero crimen nunca ha sido la violación o el abuso sexual de menores, sino la posibilidad de que esos eventos fueran reportados a las autoridades civiles, en detrimento de la imagen institucional de la Iglesia católica. El prelado alemán fue, además, responsable de un proceso de obstrucción de justicia a nivel global. Los actos de contrición que como Papa asumió ante las víctimas de abuso sexual fueron insuficientes. Ante dicho encubrimiento, Benedicto XVI tiene un grado de responsabilidad que no puede ser ignorada o negada.


El pontificado de Benedicto XVI, en suma, quedará marcado por el encubrimiento y la incapacidad de actuar ante los escándalos de pederastia clerical, la caída porcentual del catolicismo en el mundo, su nulo interés pastoral en favor de sus fieles y la corrupción de la que fue parte y toleró, como cardenal y como Papa, al interior de la curia romana.

 

El Occidental, 26 de febrero de 2013. p. 6A

 

El Occidental, 26 de febrero de 2013, p. 6A
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El Vaticano, en el banquillo de los acusados

El pasado 16 de enero, en un hecho histórico sin precedente, la Santa Sede –oEstadoVaticano– compareció ante el Comité sobre los Derechos de los Niños de la ONU, con sede en Ginebra, para ser inquirida sobre los casos registrados de abuso sexual cometidos por clérigos ymonjas encontra de niños, durante las últimas décadas. La delegación papal, encabezada por monseñor Charles Scickluna, estuvo, literalmente, en el banquillo de los acusados. En esta históricacomparecenciaestuvieron en un mismo sitio víctimas, defensores, representantes de los denunciados y medios de comunicación. Es la primera ocasión que el Vaticano enfrenta el escrutinio público porlos casos deabuso sexual contra menores.

Alberto Athié Gallo, ex sacerdote de la Arquidiócesis de México y figura principal en el debate del abuso sexual dentro de la Iglesia católica y el caso de Marcial Maciel, tuvo unaactivaparticipación en esta histórica comparecencia. En declaración a la prensa, el activista recordó que la Santa Sede tiene responsabilidad institucional sobre las formas en las que encubrieron amuchossacerdotes, obispos y cardenales pederastas: "En el Vaticano existía una política permanente y sistemática de protección, de encubrimiento de los abusadores. Por tanto, existe unaresponsabilidadreal por los abusos en las máximas autoridades de la Santa Sede, incluyendo los Papas [...]. Hay reportes de miles de casos de abusos de niños y niñas, y que no se privilegió laprotección de losmismos [...]. El Vaticano, que es signatario de la convención y la ratificó, es responsable de crímenes de Estado contra niños y niñas".

Para nadie es un secreto que durante siglos, por decir lo menos, la Iglesia católica escondió y minimizó la pederastia clerical. El encubrimiento y traslado de parroquia a los sacerdotesabusadoresera la regla canónica seguida por los obispos al interior de sus diócesis, a fin de "evitar el escándalo". Estas prácticas, cabe recordarlo, no tuvieron contrapesos: "La situación es lamisma entodas las diócesis del mundo. Cuando la actividad sexual de un sacerdote, ya sea con adultos o con menores -aunque básicamente con éstos- comienza a ser conocida dentro de su comunidad, susuperior,habitualmente el prelado al frente de la diócesis, le traslada rápidamente a otro lugar. Se acallan los rumores en el punto de partida... hasta que estallan en el punto de llegada. Y denuevo otrotraslado, a otra parroquia, a otra ciudad, a otro estado, a otro país..., la cuestión es evitar a toda costa que el escándalo se haga público, que llegue a los medios de comunicación, quesalpique alobispo, que cuestione a la Iglesia" (Cf. Pepe Rodríguez, "Pederastia en la Iglesia católica", Ediciones B, Barcelona, p. 207). Sobra decir que el silencio ante los abusos sexuales dentrode laIglesia católica sólo benefició a los sacerdotes delincuentes y a los prelados que los encubrieron.

La práctica encubridora antes señalada tiene un sustento: el documento "Instrucción sobre la manera de proceder en los casos de delito de solicitación", firmado por el Papa Juan XXIII y elCardenalAlfredo Ottaviani (fechado el 16 de marzo de 1962). En este texto –clasificado como secreto–se ordena a los obispos la secrecía en los casos de abusos sexuales de clérigos a la justiciacivil, bajopena de excomunión mayor (Cf. Carlos Fazio, "En el nombre del Padre. Depredadores sexuales en la Iglesia", Océano, 2004, pp. 445-79). Este polémico documento, ratificado por Juan Pablo IIel 18 demarzo de 2001, fue dado a conocer por Joseph Ratzinger, entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a los obispos de las más de cuatro mil diócesis católicas del mundo, para su operación. No es un hecho aislado el que el Código de Derecho Canónico, en sus artículos 489, 695, 1336, 1347 y 1394, contemple medidas aplicables en materia de abusos sexuales, reduciéndolosareprimendas del superior... y sólo eso. 

Y es que las cifras globales sobre abuso sexual a menores por parte del clero son brutales: tan solo en Irlanda se calcula, después de varios años de investigación, que hubo cerca de 35 milniñosabusados entre los años 50 y 80 (Cf. El Universal, 6 de abril de 2010). Por su parte, la Iglesia católica de Estados Unidos ha desembolsado más de dos mil millones de dólares en compensaciones alasmás de cien mil víctimas de cinco mil sacerdotes. Las circunstancias actuales han llevado al Vaticano a modificar su tradicional política: "la ropa sucia se lava en casa". A partir de 2011, anteelcreciente número de denuncias, las Conferencias episcopales en el mundo anuncian "cero tolerancia" para los pederastas, e "invitan" a las víctimas a denunciar los abusos sexuales del clero.Lapregunta es, ¿por qué hasta ahora? ¿Por qué después de haber destruido numerosas vidas inocentes y agraviado a la sociedad con acciones tan reprobables?

A manera de conclusión, opino que el Vaticano, como sujeto de derecho internacional, debe ser obligado a reparar el daño que exigen las víctimas de abuso sexual perpetrado por el clero a través deunaindemnización. Además, considero que la ONU debe establecer una comisión de la verdad y que ésta sea la encargada de investigar y recabar los nombres de sacerdotes abusadores para que éstosseanjuzgados en los tribunales civiles, y que tenga una dirección para recibir denuncias al respecto. Por el contrario, acciones como el Mea culpa del papa Francisco, a estas alturas,soninsuficientes y en nada ayudan a las víctimas.